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Compartir bulos y evitarlos: la prolongación del ‘Peek a Boo World’ en la era de las redes

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“La desinformación es la difusión de noticias engañosas o deformadas, utilizadas profusamente como medio de propaganda política a fin de crear la confusión en la opinión pública”. Han cambiado los tiempos y también el contexto social y político. Pero, casi 50 años después de haberse acuñado, esta definición de la ‘Enciclopedia Soviética’ de 1972 continua plenamente vigente. El objetivo de la desinformación y las ‘fake news’ es parecido antes y ahora. Sin embargo, la gran diferencia es que los medios (de comunicación) ya no son los mismos; los medios y los vehículos de difusión de la información nos hemos multiplicado por millones en el nuevo siglo.

La patente del término de desinformación, pues, es de la Unión Soviética (Rivas-Troitiño, 1995) y así ha evolucionado: durante principios y mediados del siglo XX, desinformar era, sencillamente, no informar; después, pasó a referirse al carácter nocivo de la información que recibían los ciudadanos y las ciudadanas, siempre desde una perspectiva de persuasión de las masas por parte de la comunicación gubernamental e institucional. En esta segunda fase, la investigación científica en torno a la desinformación comenzó en torno a la Guerra Fría y se centró, después, en la década de los 80, en procesos políticos de países latinoamericanos como Chile y su dictadura, El Salvador o Nicaragua. De ahí saltó al ámbito periodístico y se empleaba, sobre todo, para referirse a la actividad, la calidad y la función de los medios de comunicación.

Actualmente se ha popularizado el término de ‘fake news’. Sin embargo, instituciones como la Comisión Europea prefieren seguir hablando de desinformación, entre otras cuestiones, porque actores políticos de proyección global, como Trump, han manoseado el término de ‘fake news’ otorgándole connotaciones políticas arrojadizas… y, evidentemente, poco científicas. De hecho, seguimos hablando de la misma cosa, la desinformación, pero adaptada a nuestros tiempos.

En ese sentido, si debiéramos actualizar el concepto, diríamos que la gran característica que atraviesa nuestra época es que el monopolio de la creación y difusión de contenido falso o pobre, informativamente hablando, ya no es exclusivamente de un puñado de medios de comunicación. Los medios de creación y de difusión de contenido informativo nos hemos multiplicado exponencialmente: al margen de los buenos, los mediocres y los malos medios de comunicación, somos nosotros mismos, a través de nuestros aparatos electrónicos, quienes también creamos y difundimos en masa contenido.

Es la nuestra, la “sociedad red” (Castells, 2009), que se moviliza en red, a través de la red; que crea y consume en red, gracias a Internet; y que se “autointoxica” en red, gracias, sobre todo, a las redes sociales (Twitter, Facebook, Instagram…) y a los servicios de mensajería instantánea (Whatsapp, Telegram…). Por decirlo de alguna forma, se han “democratizado” muchas cosas, también la creación y la difusión de la desinformación.

En ese contexto, el objetivo de este artículo es responder brevemente a dos cuestiones: ¿Por qué compartimos bulos? ¿Qué podemos hacer para evitarlo?

Compartir bulos o ‘fakes news’ es algo relativamente humano y natural o, por lo menos, tiene una explicación muy relacionada con nuestra biología y psicología. Spinoza decía que los impulsos, motivaciones, emociones y sentimientos eran un aspecto fundamental de la humanidad. Y, sin embargo, la humanidad se ha empeñado eternamente en construir un “ser humano público”, despojado de impulsos, motivaciones, emociones y sentimientos. Uno de esos impulsos que sentimos como personas que interactuamos en un espacio público como las redes sociales es compartir noticias que recibimos y contenido absolutamente banal que, sin embargo, simplemente nos agrada.

Neil Postman (1985) describió el mundo de finales del siglo pasado dominado por la televisión como el ‘Peek a Boo World’ (juego infantil del cucú-tras). Una sociedad ávida de entretenimiento y banalidad, donde la información ya era excesiva y venía a ser pura diversión. La actual es una prolongación de aquella sociedad que tanto modeló la televisión. De hecho, hoy es más difícil, si cabe, discernir entre lo relevante y lo intrascendente, también en lo que se refiere a la información que recibimos sobre asuntos públicos.

En nuestros servicios de mensajerías, por ejemplo, la información se mezcla con ingentes cantidades de ‘inputs’ fútiles. Recibir determinado vídeo, mensaje o noticia con su titular y con un enlace, dedicarle 30 segundos (en el mejor de los casos) al concepto y pulsar en el icono “compartir” es algo parecido al cotilleo de toda la vida. No tenemos una evidencia clara de que lo que estamos haciendo esté bien, de que la opinión que estemos fomentando sea real o de que no perjudique a nadie; pero, realmente, nos es indiferente.

Todo esto tiene una explicación: cada vez que pedimos a una persona que no difunda bulos o contenido “chorra” le estamos pidiendo que traslade su actividad social digital de su sistema límbico (instinto, emoción, pulsión, etc.) a su sistema cognitivo. Internet no es un espacio que juegue a favor de ello: los adultos que interactuamos en este espacio estamos más desinhibidos que lo normal (Goleman, 2006) y nuestra actividad se basa, en muchos casos, en impulsos y oleadas emocionales ingobernables. Es, por tanto, algo difícil y relativamente antinatural pedir que la gente active su lado cognitivo-racional en esos casos. ¿Hay alguien que está dispuesto a cambiar a fondo su forma de interactuar digitalmente?

Un ejemplo que ilustra lo anterior: ¿qué nos zarandea más las neuronas cuando estamos sentados en el sofá en plena desactivación de nuestro lado cognitivo, recibir en nuestros móviles el programa electoral de un partido político… o una noticia que hable de la orientación sexual de Santiago Abascal? ¿Qué se expandirá más y más rápido? Aunque las regiones cerebrales están todas conectadas entre ellas, pensemos en cómo se procesarían en nuestros cerebros ambos impulsos, qué “tocarían” en mayor medida en cada caso (lo cognitivo o lo emocional).

Con todo, ¿por qué compartimos contenido de ese tipo, frecuentemente rozando la desinformación o las noticias falsas?

Poder e influencia. Nos da una falsa sensación de poder e influencia ante el devenir de ciertos hechos.
Liderazgo y autoestima. Nos sube la autoestima porque queremos ser los primeros en compartirlo, los pioneros, los adelantados, los ‘influencers’ del grupo.
Creencias confirmadas. Reafirma francamente nuestras creencias (fenómeno denominado Sesgo de Confirmación).
Identidad en el grupo. Profundiza en nuestro sentimiento de pertenencia a cierto grupo y nos otorga un papel en él.
Entretenimiento. Y, como no puede ser de otra forma, nos produce placer manteniéndonos ocupados en nuestro tiempo para el ocio con actividades banales, dándole descanso a nuestro circuito del pensamiento racional y lógico.
Ante esta situación, sobre todo, no debemos frustrarnos, ni sentirnos presionados por parte de las instituciones y sus mensajes, que dejan sobre nuestros hombros toda la responsabilidad de ese fenómeno. La responsabilidad es compartida. Individualmente se pueden hacer cosas, igual que debemos exigir a las instituciones que vayan a la raíz del problema, que hunde sus raíces en el tipo de sociedad que construimos, el tipo de redes mediante las que nos relacionamos y el tipo de medios que consumimos para comunicarnos.

¿Y qué puedo hacer?

Por un lado, convertir la detección y el combate de bulos en un divertimento, consiguiendo que esto me repercuta en poder e influencia, liderazgo y autoestima, un rol determinado en mi grupo, me entretenga y, a poder ser, confirme mis creencias (las cinco pautas anteriormente citadas).

Además de ello, ahondar una práctica digital higiénica, equilibrada en lo cognitivo y lo emocional. Es decir, no limitar mis garbeos por las redes sociales y los servicios de mensajería a la búsqueda de chutes de dopamina fácil para alimentar mi sistema límbico a través de mi adicción al móvil. Difícil, ¿verdad?

Y, por último, algunas pautas que casi nadie practica:

Amplía tu círculo de seguidores y de seguidos más allá. Rodéate de gente diferente que opine diferente.
Financia el periodismo que te genere confianza.
Fíjate algunas rutinas para consultar de vez en cuando medios de comunicación digitales.
Ajusta tus requisitos morales para darle al “like”. A veces el ‘click’ impulsivo entra en bucle sin sentido.
Acostúmbrate a crear más contenido propio, creativo, divulgativo.
Acude a entrenarte, de vez en cuando, a portales de verificación de noticias como malditobulo.es.
Y si vuelves a caer, no te frustres. El sistema, que nos conoce biológicamente y culturalmente cada día mejor, está construido para que caigas, no una, sino mil veces. Todos somos humanos.

Contra la desinformación, espíritu crítico.

Y contra la información (no solo la puramente falsa, sino también la que se fundamenta en un periodismo pobre que intenta manipular a la sociedad, la que es sesgada, la que pretende desestabilizar ciertos estados de opinión, la que solo se dedica a sustentar el poder, la que…), también, más espíritu crítico.

Referencias

Castells, Manuel (2009). Comunicación y poder. Madrid: Alianza Editorial.

Comisión Europea (2018). A multi-dimensional approach. Report of the independent High level Group on fake news and online disinformation. Disponible en https://bit.ly/2xBOMJH.

Goleman, Daniel (2006). Inteligencia social. Barcelona: Kairos.

Postman, Neil (1985). Amusing Oursel-ves to Death. Public Discourse in the Age of Show Business. Nueva York: Vi-king Penguin Inc.

Rivas-Troitiño, José Manuel (1995). “Desinformación: revisión de su significado. Del engaño a la falta de rigor”. En Estudios sobre el Mensaje Periodístico, nº 2, p. 75-83.

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